¿Qué pasó con el tranvía en Bogotá? ¿Por qué no funciona hasta hoy? La respuesta está en las memorias de Fernando Mazuera, el alcalde de Bogotá en 1948: “[…] un poco dictatorialmente me impuse y acabé con la circulación del tranvía en Bogotá”. Básico, elemental, sencillo. Un empresario se adueña de un cargo público para tomar las decisiones administrativas para toda una ciudad y, por eso, quita un medio de transporte público y pone uno que pueda controlar con los amiguis. Pero para saber cómo acabó este medio de transporte, toca ir más atrás, alejarse de las memorias de Mazuera.

La historia del tranvía de Bogotá es ejemplar. Es el retrato del país en un caso. Tiene el paso del animal a una máquina de transporte y su salida; la entrada de  los buses y los taxis como transporte público; la venta de lo público para la fortuna propia; y con una de esas ventas, la sumisión de toda una periferia, como Colombia, ante un imperio como los Estados Unidos; la idea del hombre berraco que conquista los clubes de la capital, que deja su nombre en cada emprendimiento (como ingeniero en notaría). Y es la de tratar la tecnología como futura chatarra, desecho. Casi, dirían mis parientes, como si fuera una clase popular. Podría ser una película de Scorsesse. Con más intimidación que sangre, pero no por eso menos violenta. Y podría empezar por un motín.

8 meses de boicot

1910. 7 de marzo. Un niño subió al tranvía que iba de San Francisco a Chapinero. El conductor se dio cuenta y “repelió a latigazos al niño”, cuenta Renán Vega. Un policía intentó detener la golpiza, dándole duro al conductor. Y en ese mismo instante, el representante de la compañía neoyorkina, Mahlon Martin, salió en defensa de su empleado y golpeó al policía. Los pasajeros se enfurecieron contra el gringo y gritaron “¡abajo los yanquis!”, “¡abajo los usurpadores!”. Martin escapó hacia su oficina en el Parque Santander y hasta allá lo persiguió la gente. De allí, lo tuvo que sacar un Ministro Estadounidense, escoltado por la policía. Martin golpeó a un miembro de la fuerza que lo protegió para salir vivo de su oficina.

Los manifestantes continuaron. Se reunieron en la estación de San Francisco, frente a la oficina del ministerio de relaciones exteriores y frente a la legación de los Estados Unidos. Luego, la demanda popular se extendió a otras estaciones de tranvía con la práctica del lanzamiento de piedra. La protesta no era contra el servicio del tranvía, era contra los gringos, populares entre pocos miembros de la élite pero odiados por las clases populares. Tanto así que el ministro estadounidense, preocupado por “el sentimiento antiamericano” cachaco, escribió : “No creo que sea seguro que el secretario Shoyer viaje aquí bajo las actuales circunstancias”.

El Nuevo Tiempo, periódico de la época, exhortó a dejar de usar los carros. Se decía que “Un yanqui abofeteó a un colombiano. Mañana seremos despojados de nuestro territorio”. “Todo colombiano que use este vehículo será considerado yanqui”.

Comenzó a formarse un boicot que unió a parte de las élites con las clases populares. El enemigo externo, que clavaba a la ciudad para sacarle todo el dinero y que, incluso, podía sacarnos hasta el agua (según el contrato, la The Bogotá City Railway Company podía usar a su antojo el agua del Magdalena.) Se dejaron de usar tranvías hasta por ocho meses. Los conductores y otros empleados renunciaron y, al hacerlo, denunciaron las precarias condiciones laborales: trabajaban hasta catorce horas diarias. Carruajes, caballos y animales de tiro, junto con el ferrocarril, reemplazaron al tranvía en meses de boicoteo.

Como toda crisis es una oportunidad, varios miembros de la élite que compartían el sentimiento antiyanqui, como los hermanos Liévano y Tomás Samper, decidieron formar una junta para el tráfico de la ciudad. Ellos mantenían el boicot y el ritmo de la capital para poder comprar la empresa de tranvías. La Bogota City Railway Company y la Chapinero Railway Company eran tan impopulares por estar en manos gringas, que ningún miembro de la élite bogotana aceptó un cargo directivo en ellas. Debieron venderla al municipio por casi 800.000 dólares de la época. Y así, volvieron a circular las mulas y sus tranvías de pasajeros que ya estaban en manos bogotanas.

¿Cómo llegó?

Termina el siglo XIX. Bogotá tiene 73.000 habitantes. En las 230 hectáreas de tierra que ocupan, hay casi cinco kilómetros de carrilera de madera forrada en hierro. Desde la Plaza de Bolívar hasta la Calle 57, rueda un ferrocarril de sangre. Suena a capitalismo salvaje, y lo es: se llama así por la mula que le hace el jala-jala al tranvía. La especie humana: una carga para otras especies. 

La mula. Cinco kilómetros de ida y cinco de vuelta. Unas cargas ligeras y las otras dependiendo de cuántos paguen los dos centavos del pasaje. Anda sobre unos rieles de madera cubiertos de acero, que se rompen como losa de Transmilenio. Las mulas y los caballos dejan de jalar los tranvías cuando se hace una red eléctrica.  La operación la tiene una empresa con sede en Nueva York: La Bogota City Railway Company. Su compromiso: prestar un servicio de transporte “como el de Nueva York”.

Y la ciudad se comprometía (y se entregaba cada vez más) con estas condiciones, que describió Renán Vega en el tercer volumen de “Gente muy rebelde”:

Por lo demás, entre algunas de las cláusulas principales del contrato de 1906 se establecía lo siguiente: en los límites jurisdiccionales de la capital, el gobierno otorgaba a la compañía el derecho exclusivo a construir, mantener y explotar cualquier tipo de tranvía; si el tráfico era interrumpido por alguna obra pública organizada por el municipio la compañía debía ser indemnizada; la empresa, si lo considera conveniente, podía poner en funcionamiento carros expresos, cobrando las tarifas que quisiera; la compañía estaba exenta de pagar impuestos; el municipio colaboraría en la construcción de nuevas líneas o en la ampliación de las ya existentes, pese a que los beneficios quedarían en manos privadas; el gobierno se comprometía a expropiar los bienes de utilidad pública con destino al tranvía; el contrato tenía una vigencia por 60 años, en el curso de los cuales la compañía transferiría al municipio anualmente entre el 3 y el 5 por ciento del producto bruto de los pasajes; al cabo de los 60 años, el gobierno compraría la empresa, teniendo en cuenta el monto del capital invertido y su capacidad productiva durante los últimos diez años. El contrato era lesivo para el municipio, por el volumen de ganancias obtenido por la empresa estadounidense, y el que se calculaba obtendría durante el período de prórroga del convenio, unos 100 millones de dólares, a precios de la época“.

Las ampliaciones de las rutas dependían de las direcciones de interés, como las casas de descanso. “[…]la conexión con Chapinero parecía ser más una expectativa de la élite de la época para acceder más fácilmente a sus casas de descanso”. Dice Juan Santiago Correa en  “Transporte y desarrollo urbano: los tranvías de Bogotá y Medellín”. Unas casas que descansaban sobre minas de carbón y arena, con chircales que talaban para fundir ladrillo.

 El tranvía acercaba a los bogotanos al descanso sobre los secretos de su riqueza, a los estadounidenses a la plata de los usuarios, a los usuarios a sus puestos de trabajo y a sus minas de descanso; y, de todos esos pasajes, la empresa le daba 500 pesos anuales a la ciudad, afirma Nem Zuhue Patiño.

Pero el servicio, por más que anduviera sobre rieles ingleses, que reemplazaron a los de madera, era pésimo. Quejas y reclamos brotaban de los usuarios. El aseo y el sobrecupo eran sus leitmotivs. Los peatones se quejaban de que las mulas no daban paso —¿Será por eso que se dice “maneja como una mula”?—. Una máquina entra al mundo e interrumpe el curso de los días, cambia las costumbres, ilusiona y decepciona: como todos los cambios. Por eso, una pelea en un tranvía de pasajeros se transformó en ocho meses de boicot. “El único recurso de los pueblos débiles”, que hizo que la empresa norteamericana se volviera municipal, como un paliativo para el sentimiento antiyanqui de los bogotanos.

Servicio en deuda

La empresa del tranvía bogotana, municipalizada y asesorada por la Junta Mantenedora del Tráfico, se mantuvo en deuda desde que los gringos salieron por su puerta trasera, con una fortuna adelante, pues vendieron por el doble del valor que se encontraba en sus libros contables. Desde ese momento, hasta 1951, el tranvía siempre estuvo en deuda. O con algún banco, o con los usuarios.

La ciudad recibió rieles que no servían para una red eléctrica para las rutas del tranvía. Como se tuvo que reparar más del 30% de la flota después del boicot, el servicio en 1912 siempre estaba en sobrecupo y poco cumplía con los horarios. La ciudad, que crecía en población (uno de cada tres habitantes era bogotano) e industria (por ese tiempo surgen Bavaria, la cervecería Cuervo, Cemento Samper, fábricas de tejidos y fósforos), no tenía cómo transportar con eficiencia a una centro urbano cada vez más obrero, cada vez más centro de migración cundiboyacense; no podía responder con un transporte que se ajustara a los nuevos ritmos de un capitalismo incipiente.

Las carrileras no servían para un tranvía eléctrico, por lo cual seguían funcionando “A lomo de mula”. Hasta 1922 se logró electrificar el 81% de las rutas y por eso seguía la tracción animal. Las rutas se expandieron hacia el sur de la ciudad, por donde circulaban más carros de carga que de pasajeros. De hecho, los tranvías de pasajeros solo llegaban hasta el barrio Las Cruces, dejando una porción de los ciudadanos sin acceso fácil al transporte público.

Cuando fueron superados esos obstáculos, el tranvía se convirtió en el principal medio de transporte bogotano. De hecho, la empresa comenzó a producir ganancias y por lo tanto, preguntas como: ¿Se reinvierte en lo mismo o en otros sectores de la economía del municipio? Y como cuando surgen este tipo de preguntas, pasó lo de siempre: un grupo se empezó a quedar con el dinero hasta que la empresa quebrara.

Todo el tiempo debían comprarse nuevas tierras, nuevos carros, repuestos para mantenimiento y mejoras de estos y las plantas eléctricas. Incluso, se traían de Estados Unidos e incluso algunos se intentaron comprar en Bélgica, pero no llegaron por la pequeña interrupción de la Primera Guerra europea. 

Se invirtió en un nuevo Matadero Municipal y otros rubros que siempre pagaba la empresa del tranvía.  En 1929, se nombró a Hernando de Velasco como gerente de la compañía municipal. Velasco era también secretario de gobierno de la ciudad. Según dice Juan Santiago Correa Restrepo, ese nombramiento se debió a las reuniones del “estado mayor de la rosca municipal”. Eran, por decirlo en prosa periodística actual, cuotas políticas de Ruperto Melo y José Arturo Hernández. Cuando el alcalde de la época, Luis Augusto Cuervo, cuestionó la legalidad de las intervenciones de Melo y Hernández, fue destituido. Los cuestionamientos se dieron por la situación financiera de las empresas municipales, que estaban a punto de quebrar.

Por la destitución de Cuervo, hubo una movilización apoyada por el mismo Jorge Eliécer Gaitán y diezmada por el General Cortés Vargas, ambos protagonistas de la denuncia y factura de la masacre de las bananeras. Cuando se dio la muerte del estudiante Gustavo Bravo Pérez durante las manifestaciones del 7 de junio de 1928, la presión popular fue tal que el gobierno nacional (que nombraba los funcionarios a dedo) nombró a dos miembros de la oposición en las gerencias del tranvía y del acueducto.

Como de otra crisis surgió otra oportunidad, varios miembros de la élite intentaron suplir la demanda que dejaba el tranvía en los barrios obreros comprando buses para transportar a los trabajadores. Los administradores de la empresa del tranvía intentaron mantener su monopolio plantando aranceles, prohibiendo la circulación de los buses y limitando las rutas que podían usar. Todos esfuerzos infructuosos, pues tampoco llegaban a los barrios obreros que se formaban y crecían en la ciudad.

Pero la crisis era nacional. Los precios del café, que cayó de 28 a 10 centenas de peso y media, disminuyeron la llegada de los capitales extranjeros de los que siempre el país ha dependido. El Concejo de la ciudad decidió darle el manejo de la empresa a los banqueros como una administración delegada. Pero se mantuvo la financiación del municipio con la plata de la empresa del tranvía, lo cual hacía que nunca se recuperaran los costos de operación. Se comenzaron a reducir sueldos y nóminas en los últimos años de la hegemonía conservadora, que reprimía con facilidad las huelgas de los trabajadores.

Esta cultura antisindicalista continuó en el gobierno de López Pumarejo, aunque se comenzaron a pagar prestaciones. Se perseguía a los líderes y se consentía a los empleados más borregos. Pero también se estimulaba que otros empresarios, como Antonio Puerto, compraran buses y se comenzaron a establecer compañías en Bogotá: entraron a funcionar la Cooperativa de buses Ltda., Flotas Usaquén y Fontibón y la Unión Urbana de Transportes. Esto fue un proceso que empezó en 1926 y que siguió hasta 1946. Entre menos cubrimiento podía hacer el tranvía, más buses entraban a satisfacer la demanda de transporte de una ciudad que no paraba de crecer. Un servicio público en deuda con sus usuarios se convirtió en la oportunidad para privados de satisfacer una demanda y hacer fortuna. Y, además, tener un control sobre la política de la ciudad por los nexos entre los empresarios de buses y taxis con los concejales.

Pavimento sobre rieles

Es aquí donde entra el hombre fundamental para el cierre del tranvía: Fernando Mazuera Villegas. Mazuera, a los quince años decidió empezar a trabajar para venir a Bogotá. En la ciudad, por sus dotes como golfista, pudo codearse con la alta sociedad capitalina en clubes como el Country y el Jockey. El manizalita hizo su fortuna transportando azúcar, construyendo barrios y hasta importando buses. Era liberal, pero no gaitanista. 

Para 1948, Mazuera ya era alcalde de la ciudad. Ese 9 de abril todos sabemos lo que pasó. Mataron a Gaitán y se quemó el 35% de los tranvías que circulaban por la ciudad. Se acusó a las empresas de buses como responsables de los incendios. El 15 de mayo se anunció la compra de 15 buses marca Mack para suplir la demanda que no podía cumplir la empresa de tranvía. Mazuera ordenó que se levantaran los rieles de la séptima entre las calles 7 y 15, que debían cubrirse por una capa de pavimento. El mismo Mazuera trajo y compró buses Mack. Se dieron exenciones de impuestos para importar repuestos de buses norteamericanos.

Toda una organización de urbanistas apoyaba que los buses fueran los que conectaran la ciudad. Incluso la empresa del tranvía compró veinte trolleys y veintidós buses de gasolina para poder ofrecer un servicio.

El investigador Ginset Aprile cuenta que Mazuera presidió un desfile en el que se celebraba la llegada de sesenta buses a la ciudad de Bogotá. Lo acompañaron “el  presidente del Concejo Municipal, Agustín Bernal; el Director Nacional de Transportes y Tarifas, José María de Guzmán; y del Director General de  Circulación y Tránsito, Alfredo Ángel Tamayo”. Sesenta buses pasando por encima de una administración de una empresa pública, siempre administrada desde lo privado. 

Fueron ocho rutas de tranvía las últimas en circular por Bogotá, en 1951. Lo hicieron por la línea que conectaba los barrios Pensilvania y 20 de julio. Nos independizamos de los gringos pero nos sometimos a sus productos aún más, al comprar los buses, los trolleys y los taxis que serían el transporte de la ciudad. Y el poder sobre sus políticas, claro. Esta historia del bien mayor para unos pocos es la historia de Colombia, en la que lo público siempre será del que “un poco dictatorialmente” se imponga para sacar su tajada. Así, Mazuera pasó a ser recordado como un ciudadano notable, que murió en Nueva York, donde también está enterrada la Bogota City Railway Company.